Puede haber altar sin ofrenda, pero no ofrenda sin altar
Estamos aprendiendo muchísimo con el pastor Juan Radhamés como siempre sucede con sus libros. El altar santifica la ofrenda es un capítulo del libro que verá la luz el próximo mes de agosto y que versará sobre los adoradores y su adoración, para que podamos agradar a Dios.
Ya hemos hablado de qué significa que “el altar santifica la ofrenda”, y sobre que “del corazón sale lo bueno y lo malo”. Con esta tercera parte completamos el capítulo y concluimos con el ejemplo magno, el del Señor Jesucristo.
El altar santifica la ofrenda (3)
Después de la ofrenda del Señor Jesús en el Calvario, ninguna otra ofrenda en la Biblia es más emblemática que la de Abraham. Apliquemos el tema que nos ocupa acerca del altar y la ofrenda la experiencia del patriarca, cuando en obediencia el Señor fue al Monte Moria a sacrificar su hijo Isaac. Siguiendo la orden de Dios, Abraham viajó al lugar asignado para ofrecer a su hijo en holocausto a Jehová. El libro de Génesis narra el episodio de la siguiente manera:
Y cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, edificó allí Abraham un altar y compuso la leña y ató a Isaac su hijo, y lo puso en el altar sobre la leña, y extendió Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Entonces, el ángel de Jehová le dio voces desde el cielo y dijo: Abraham, Abraham. Y él respondió: Heme aquí, y dijo: No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas nada, porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único. Génesis 22:9-15.
Este es el ejemplo y argumento más contundente y poderoso para ilustrar la verdad de que el altar es el que santifica la ofrenda. Cuando el Señor miró profundamente el altar del corazón de su siervo Abraham y vio su temor reverente y su amor a él, el cual se manifestó en su sacrificada obediencia, renunció a la ofrenda que le había pedido y le dijo: Detente, ya no necesito tu ofrenda porque conozco lo que hay en el altar de tu corazón. Sé que tu corazón es puro y sincero para conmigo. Conozco que yo soy el todo para ti y al no rehusarme tu hijo amado, has manifestado que me amas más que a él. Sacrificaste a tu hijo desde que saliste de casa con la determinación de obedecerme. Al sacrificar a tu hijo en la decisión de tu corazón, ya para mí lo ofreciste. Al poner la ofrenda de tu hijo sobre el altar de tu corazón, me lo ofreciste, por eso no fue necesario que lo sacrificaras sobre mi altar.
Cuando el Señor tiene nuestro corazón, la ofrenda pasa a ser algo secundario. La experiencia de Abraham lo confirma. El altar de Abraham se quedó sin ofrenda cuando Dios fue el dueño de su corazón. Su altar se quedó vacío, pero el corazón de Dios se llenó.
Puede haber altar sin ofrenda, pero no ofrenda sin altar. Si el adorador agrada a Dios, su adoración lo complacerá, pero si el adorador no es conforme al corazón de Dios, su ofrenda de adoración será vana y hasta abominable.
Notemos de qué manera manifestó su agrado y de qué forma descendió el fuego de su aprobación.
Llamó el ángel de Jehová a Abraham por segunda vez desde el cielo y dijo: Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto y no me has rehusado tu hijo, tu único, de cierto te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, como la arena que está en la orilla del mar, y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos. En tus simientes serán benditas todas las naciones de la Tierra, por cuanto obedeciste a mi voz. Génesis 22:15-18.
La Biblia habla de tres ofrendas que agradaron tanto a Dios, que el fuego de su aprobación descendió y bendijo a toda la humanidad.
Estas fueron: la ofrenda de adoración de Noé, la cual logró que Dios hiciera pacto de misericordia a favor de toda la raza humana (Génesis 8:20-21). Dos: la adoración de Abraham, la cual hizo que el Señor prometiera bendecir en su simiente todas las familias de la Tierra (Génesis 22:15-18). Tres: la ofrenda expiatoria del Señor Jesucristo, la cual trajo la redención y salvación a favor de todos los hombres.
Me llama la atención que las tres ofrendas fueron de obediencia, las cuales la Biblia llama ofrendas de justicia, porque obraron en conformidad con la naturaleza del Dios de verdad y santidad, también en armonía con su divina voluntad. Las ofrendas de justicia se diferencian de las demás porque no consisten en ritos, ceremonias, sacrificios, cánticos, festividades, etcétera, sino que son ofrendas de vida y conducta. Por ejemplo, obediencia, integridad, fe, pureza de corazón, etcétera. Estos tres hombres agradaron a Dios porque le creyeron y le obedecieron. Las tres ofrendas fueron aceptadas y consumidas con el fuego divino de la aprobación, pero estas ofrendas fueron aceptadas porque los altares de los corazones de estos tres adoradores nacieron en el corazón de Dios. Los hombres que tienen altar bendicen a muchos con su adoración, porque esta es aprobada por Dios.
Jesús como ofrenda perfecta
Quiero terminar este segmento aplicando esta enseñanza a la vida perfecta del Señor Jesucristo. Miremos la verdad del altar y la ofrenda en el ejemplo perfecto de Jesús como adorador. Jesús es el único adorador que fue altar y a la vez fue ofrenda.
Cuando Adán pecó, violó la ley de Dios, esa acción ofendió la justicia divina. La ley es tan santa como el mismo Dios, porque es su manera de ser y pensar. La ley representa la palabra de Dios, su justicia, verdad y santidad. El pecado del hombre requería que solamente uno, igual a la ley y justicia de Dios, podía expiar su falta. La única persona en el cielo que era igual a Dios y a su justicia era su hijo Jesús. Por esa razón, solamente él podía redimirnos.
La epístola a los Hebreos dice, refiriéndose al Señor Jesús: Porque tal sumo sacerdote nos convenía, santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos(Hebreos 7:26).
Solamente él cualificaba para redimir al hombre pecador. La gloriosa noticia es que el Hijo de Dios no rehusó ni se negó, todo lo contrario, se ofreció como ofrenda a nuestro favor. Notemos cómo lo dice la palabra del Señor: Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo mismo, de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre (Juan 10:17-18).
El Señor Jesús se ofreció en tres ocasiones. La primera, antes de la fundación del mundo. Esto es, desde la eternidad (1ª de Pedro 1:20). La segunda, cuando entró en el mundo y se encarnó. (Hebreos 10:5). Y la tercera ocasión, cuando realizó su sacrificio en la cruz del Calvario (Hebreos 9:14 y 28). Horas antes de ir al Gólgota, en su indecible agonía, el Señor Jesucristo dijo en el Getsemaní: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como tú (Mateo 26:39).
Jesús fue altar y también ofrenda. En el tiempo de Dios, en la eternidad, para obedecer el mandamiento del Padre y hacer posible el deseo de su voluntad, que era la salvación del hombre, puso su vida para ofrecerla en ofrenda de justicia. Y llegado el cumplimiento del tiempo en la dimensión humana, también fue altar y ofrenda, cuando por amor a nosotros fue sacrificado como expiación por nuestros pecados. En el altar de su corazón, por amor y obediencia al Padre, puso su vida como ofrenda a Dios. Luego vino al mundo y como hijo del hombre, puso su vida en el altar de la cruz del Calvario para lograr la conciliación de Dios con los hombres (2ª de Corintios 5:18-19).
Esta es nuestra enseñanza. Tiene que haber ofrenda en el altar de nuestros corazones antes de que la ofrezcamos en el altar de Dios. Jesús primero se ofreció a Dios, después lo hizo a favor del hombre. La adoración nace en el corazón del adorador, después se convierte en ofrenda en el altar de Dios. La adoración comienza en el altar del corazón, con un deseo y una intención de honrar a Dios. Luego se convierte en ofrenda cuando con diversas expresiones manifestamos el amor y el reconocimiento que previamente fueron concebidos en nuestros corazones.
Cuando el Señor Jesús en la cruz entregó su ofrenda al Padre con su victoriosa exclamación ¡Consumado es! (Juan 19:30), sometió su ofrenda al escrutinio de Dios para que fuera examinada por la verdad y la santidad, y también pesada en la balanza perfecta de la justicia divina. El Padre, como el juez justo del Cielo y la Tierra, por los tres días que su hijo estuvo en el corazón de la Tierra, examinó minuciosamente su vida desde su encarnación hasta que entregó su espíritu en el momento de su muerte.
El Padre no solamente escudriñó y examinó la vida del hombre Jesús, sino también su ofrenda propiciatoria. Cuando terminó de hacerlo, en aquel inolvidable domingo, su ángel descendió al sepulcro de José de Arimatea y como testimonio del veredicto del juez del universo y con voz de trompeta, exclamó: Jesús de Nazaret, levántate porque tu Padre te llama. Él, por la operación del poder del Padre, se levantó entre los muertos diciendo: Yo soy la resurrección y la vida y tengo las llaves de la muerte y del Hades. Esa fue la manera única y gloriosa por medio de la cual Dios expresó su aprobación a la ofrenda expiatoria de su hijo Jesús. Concluyo diciendo: La vida perfecta de Cristo fue su altar, su muerte expiatoria, su ofrenda y su resurrección, la aprobación del Padre, y ante el fuego que descendió sobre la ofrenda de holocausto de su vida, la consumió y la hizo ascender en el cuerpo resucitado de Jesús, a quien por decretos le dijo: Mi hijo, eres tú, yo te engendré hoy. Pídeme y te daré por herencia las naciones y como posesión tuya los confines de la tierra, siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies (Salmo 2:7 y 8, Salmo 110:1).
El altar de la vida justa e inmaculada de Jesús fue el que santificó su ofrenda expiatoria en la cruz del Calvario. Si la vida de Cristo no hubiese sido perfecta, de acuerdo con las demandas de la justicia divina, su sacrificio no hubiera podido expiar nuestros pecados, tampoco su sangre: no hubiera podido limpiar y reconciliar con Dios. Su altar logró complacer al Padre y su ofrenda fue tan efectiva a nuestro favor, que ahora el Evangelio anuncia, porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados (Hebreos 10:14).
La santidad del altar de su vida, santificó la ofrenda de su muerte. Y esa ofrenda, realizada a nuestro favor, nos hace santos, justos y perfectos para siempre, delante de los ojos de Dios. Démosle al Padre una ofrenda de acción de gracia y con voz jubilosa, exclamemos con el apóstol Pablo: ¡Gracias a Dios por su don inefable, gracias a Dios por Jesucristo, Señor nuestro! Amén.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL