Antes de la guerra podía pasar un mes sin ver a mi hijo casado. Desde el 7 de octubre, cada día parece una eternidad. Mantengo en silencio mis preocupaciones y en privado mis lágrimas, tratando de ser un bastión de fuerza para la familia de mi hijo.

Durante las primeras ocho semanas de la guerra, mi hijo estuvo en una base no muy lejos del Mar Muerto. Mi esposo y yo fuimos a visitarlo dos veces. Era un lugar muy caluroso con un terreno rocoso. Había una cantidad infinita de moscas volando alrededor de nuestras cabezas y compartimos palabras de aliento y amor.

Él estaba ansioso por terminar su entrenamiento y entrar en acción. Como madre judía, yo estaba encantada de que estuviera donde estaba. Eso terminó el octavo viernes de la guerra. Agradecido de tener un permiso de 48 horas desde la noche del jueves, él esperaba pasar Shabat con su familia en el Golán, donde viven. Pero no fue así. Una llamada en medio de la noche le informó que tenía que volver al servicio en otra base y prepararse para entrar en Gaza.

Sin duda la adrenalina de ir a la batalla compensó su decepción por dejar a su familia. Pero ellos no tenían esa emoción. Para todos ellos, especialmente para sus tres hijos de entre 4 y 9 años, fue como si alguien les hubiera quitado un caramelo de la boca.

Mantuve en silencio mis preocupaciones y en privado mis lágrimas, tratando de ser un bastión de fuerza para la familia de mi hijo.

Con mi esposo hicimos el largo viaje al Golán para buscarlos y traerlos a pasar Shabat con nosotros. Era el cumpleaños de mi nuera y decidimos darles el Shabat más feliz que fuera posible. Mantuve en silencio mis preocupaciones y en privado mis lágrimas, tratando de ser un bastión de fuerza para la familia de mi hijo.

Tuve la intención de que ese fuera mi modus operandi durante toda la guerra, y la mayoría del tiempo creo que tuve éxito. Pero no es tan fácil.

Una de las partes más difíciles de tener un hijo en Gaza es la falta de comunicación. Cuando cruzaron la frontera en un primer momento, fueron sin teléfonos por dos buenas razones. Los teléfonos pueden distraer a los soldados y siempre existe la posibilidad de que su ubicación pueda ser rastreada por el enemigo.

A pesar de eso, cada mañana le enviaba un mensaje. Eran breves, sólo un par de palabras. Te extraño. Rezo por ti. Espero que todo vaya bien. No esperaba respuesta, pero sabía que tarde o temprano vería su teléfono y entendería que lo amo.

Cuando las cosas se calmaron un poco, le devolvieron su teléfono, pero a menudo no hay recepción. Los mensajes breves eran esporádicos.

Todo el tiempo tenía mi teléfono a mi lado. Cada silbido me hacía levantarlo. Tal vez había un mensaje de mi hijo. Y cuando sonaba… Bueno, mi corazón se aceleraba y si veía su número mi alegría no podía contenerse.

¿Cómo es posible expresar mi amor, mi orgullo, mi preocupación y mi añoranza en una breve conversación? Semejante mezcla de emociones. En los Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial, las familias de los soldados tenían una estrella en la ventana de su casa para anunciar al mundo que tenían un hijo sirviendo a la patria. Esa idea me atrae.

Cada mañana, después de enviar mi mensaje, revisaba las noticias. En los días que se anunciaban nombres de soldados caídos me estremecía, y si estaba sola lloraba. Mi marido y yo temblábamos cada vez que recibíamos una llamada de un número desconocido.

Antes de la guerra, podía pasar un mes sin ver a mi hijo. Desde el 7 de octubre, cada día parecía una eternidad. A lo largo de dos meses, él recibió tres breves permisos para regresar. Naturalmente fue directamente a ver a su familia, empleando gran parte de ese tiempo valioso recorriendo ida y vuelta los 320 kilómetros desde Khan Yunis al Golán. Dos veces traté de encontrarme con él y dos veces, debido a circunstancias fuera de nuestro control, no pude hacerlo.

Pero la tercera es la vencida.

¿Cómo puedo expresar todas las emociones que sentí al abrazar a mi hijo después de no haberlo visto durante nueve semanas? Se veía igual, pero dudo que sea la misma persona que era antes de entrar a Gaza. Sin dejar de abrazarlo, susurré en su oído que lamenté oír sobre su amigo. (Me habían dicho que mataron a su amigo frente a sus ojos. Mi hijo eliminó al asesino).

¿Cuántos amigos ha perdido? ¿Y a cuántos enemigos se vio obligado a matar?

Su respuesta me oprimió el corazón. «¿Cuál de ellos?» ¿Cuántos amigos ha perdido? ¿Y a cuántos enemigos se vio obligado a matar?

Me persigue la famosa cita de Golda Meir: «Cuando llegue la paz, con el tiempo quizás podamos perdonas a los árabes por haber matado a nuestros hijos, pero nos resultará más difícil perdonarles por haber obligado a nuestros hijos a matar a los suyos. La paz llegará cuando los árabes amen a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros».

No sé si estoy acuerdo con la primera parte de su declaración, pero la segunda parte sin duda es cierta. Respecto al final, me pregunto si todas las madres en Gaza realmente me odian más de lo que aman a sus hijos. ¿Todas ellas se alegran, reparten golosinas y festejan cuando se enteran que sus hijos han asesinado diez judíos con sus propias manos o que violaron a varias mujeres y les cortaron los pechos? Seguro tiene que haber en Gaza algunas madres que son como yo, madres que desean que sus hijos nunca tengan que luchar.

Pero mientras pensaba en esto, recordé otra cita de Golda Meir: «Si los árabes dejan hoy sus armas, no habrá más violencia. Pero si los judíos dejan hoy sus armas, no habrá más Israel». Lamentablemente, no creo que esto sea una exageración. Si los habitantes de Gaza quisieran la paz, habrían encontrado una forma de devolver a nuestros rehenes meses atrás. En cambio, sus hijos luchan para aniquilarme a mí y a todo el pueblo judío. Mi hijo lucha para protegernos. Él es parte de una guerra justa y necesaria contra el mal que amenaza al pueblo judío y a todos los países civilizados.

Afortunadamente, hace unas semanas que él está en su casa y fuera de Gaza. Lentamente se va aclimatando a la vida civil. Sus seres queridos están felices de tenerlo de vuelta. Su hijo de siete años se despierta cada noche y va a la habitación de sus padres para asegurarse que su papá sigue en la casa. Yo entiendo a mi nieto. Cuando nos reunimos, no puedo dejar de abrazar a mi hijo para asegurarme que realmente está con nosotros. Al hacerlo, no puedo evitar pensar en todos los soldados que siguen en Gaza y en sus madres.

Probablemente muy pronto volveré a ser una de ellas. A mi hijo le informaron que tiene que regresar después de Pésaj. No es algo que quiero escuchar. Rezo pidiendo que mucho antes logremos una victoria total con paz verdadera, y que regresen todos los rehenes, heridos, evacuados y soldados sanos y salvos, en cuerpo y en espíritu.

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